“La santa Misa es la Obra mas excelente del Espíritu Santo
Hasta ahora hemos tratado de lo que se relaciona con la Misa
con Dios Padre y con Dios Hijo. Estudiemos ahora la parte que en ella toma la
tercera persona de la Santísima trinidad.
Los bienes que el Espíritu Santo derrama sobre nosotros son
innumerables y nadie es capaz de llegarlos a contar.
El Espíritu Santo es todo amor y misericordia, aplaca la
justicia y preserva de la condenación eterna a las almas de los pecadores. El
principió y terminó la obra de nuestra santificación. La empezó, cuando por su
intercesión el Verbo se hizo carne en el seno inmaculado de María y el alma
santísima de Jesús se unió con su cuerpo, es decir, al unirse la divinidad con
la humanidad. La termino el día de pentecostés, cuando se comunicó con sus
apóstoles y discípulos y por la conversión de las almas empedernidas ante el
espectáculo del Calvario.
El Espíritu Santo habita entre los verdaderos fieles, sin
alejarse del todo de aquellos que le rechazan y, sin cesar, llama a las puertas
de su corazón para entrar nuevamente en él.
Esta cooperación en la Redención no puede dejar de ser calificada
de obra grande magnifica.
No obstante, refiriéndose al título del presente capítulo,
vamos a demostrar que la santa misa es la obra más excelente del Espíritu
Santo.
Todos los teólogos andan acordes al considerar como la mayor
maravilla la unión de la divinidad con la humanidad, eso es la Encarnación.
Esta maravilla, como todas las obras eternas de Dios, es común a las tres
personas divinas. Pero la Iglesia, en conformidad a la teología, la atribuye al
Espíritu Santo como obra de amor, y con mayor motivo se le atribuye la obra de
amor más maravillosa y admirable; y ésta es la maravilla que canta la Iglesia
en el símbolo de la Fe: et incarnatús est.
A pesar de ello el milagro que se realiza en el alta
aventaja al primero, porque desciende el Hombre Dios del cielo y se oculta en
la parte más pequeña de la Hostia.
La liturgia de Santiago atribuye este milagro de los
milagros Espíritu Santo.
Inmediatamente antes de la fórmula de la consagración se
lee: “Envía, Señor, sobre estos dones, al Vivificador, al Divino, Al Eterno,
que en unión contigo, Dios Padre y de tu hijo Único, reine y gobierne a fin de que,
por su santa, saludable y gloriosa presencia, sea este pan santificado y
transubstanciado en el Cuerpo, y este vino en la sangre preciosa de tu Cristo.”
Otra oración parecida se encuentra en la liturgia de San
Juan Crisóstomo: “Bendice, señor, este pan: conviértele en el cuerpo adorable
de tu Cristo Bendice el cáliz santo y convierte, por obra del Espíritu Santo,
el vino en la sangre preciosa de Cristo.”
En los primitivos misales se le atribuye la
transubstanciación al Espíritu Santo y se le invoca para dar cumplimiento a
esta obra, cómo cumplió la de la Encarnación, según las palabras de San Gabriel
a María: “el Espíritu Santo descenderá sobre ti y la virtud del Altísimo te
cubrirá con su sombra”
El sacerdote dice lo mismo cuando con los brazos extendidos
y en alto, suplica al Espíritu Santo que baje del cielo: “Ven, Santificador
Todopoderoso, Dios Eterno, y bendice este sacrificio preparado en honra de tu
santo nombre”.
De la misma manera suplica San Ambrosio antes de la Misa:
“Haz, Señor, que la Majestad invisible de tu Espíritu Santo descienda, como
descendió en otras ocasiones sobre las victimas ofrecidas por nuestros padres”.
Del modo como desciende el Espíritu Santo nos lo dice
claramente Santa Hildegarda: “cuando el sacerdote ya revestido -exclama- de sus
ornamentos sacerdotales se dirigía al altar a celebrar, vi bajar del cielo una
gran claridad que ilumino el altar durante la santa Misa”
“En el Sanctus una llama celeste atravesó el pan y el vino,
cómo penetran los rayos del sol a través del cristal. Esta llama levantó al
cielo las dos especies y las dejo enseguida sobre el corporal. Desde ese
instante no hubo más que la carne y la sangre verdadera de Jesucristo, aunque
aparentemente sólo se viesen el pan y el vino. Mientras yo contemplaba las
santas especies vi pasar ante mis ojos, tal como se habían realizado en la
tierra, la Encarnación, el Nacimiento, la Pasión y muerte del Hijo de Dios.”
El Antiguo Testamento ya nos había ofrecido dos hermosas
imágenes de este misterio.
El primero, cuando el sacrificio de Aaron: “y la gloria de
Señor se dejó ver de toda la muchedumbre: pues un fuego enviado por el Señor
devoró el holocausto y los sebos que había sobre el altar. Lo cual, visto por
las gentes del pueblo, postrándose sobre sus rostros, alabaron al señor”
El otro, al consagrarse el Templo: “Luego que Salomón acabó
de hacer sus fervorosas plegarias, bajó del cielo fuego que devoró los
holocaustos y las victimas; y la Majestad del Señor llenó toda la casa.
Asimismo, todos los hijos de Israel estaban viendo bajar el fuego y la gloria
del Señor sobre la casa, y postrándose rostro en tierra sobre el pavimento
enlosado adoraron y bendijeron al Señor repitiendo: Porque es bueno y por qué
es eterna su misericordia”.
Como somos indignos pecadores no nos es dado apreciar con
los sentidos la realidad de estos símbolos y, sin embargo, mas de una vez el
ojo del hombre ha contemplado en la tierra la llama del Espíritu Santo.
Según Baronio, San Ignacio, Patriarca de Constantinopla,
mientras celebraba la santa Misa vio muchas veces cómo el pan consagrado tomaba
la forma de un carbón encendido. La iglesia griega no consagra, como la romana,
una Hostia, sino un pedazo de pan con levadura. ¡que admirable debió ser este
pan inflamado con la llama del fuego divino! El fuego es el símbolo del amor
por el cual el Padre está unido al Hijo y siendo el Espíritu de amor la tercera
persona divina gusta de manifestarse a los hombres bajo el emblema de llamas de
fuego.
El propio Baronio refiere un hecho relativo a la
participación que toma el Espíritu Santo en el acto de la consagración.
Vivía en Fornello, ciudad poco distante de Roma, un obispo
virtuoso en grado sumo que acostumbraba celebrar la Misa con gran fervor; pero
a pesar de ello alguien encontró un medio de acusarle al Papa Agapito de haber
comido en los vasos sagrados con gran escandalo de los fieles el Papa le llamó
a Roma y lo encarceló.
En la noche del tercer día vio el Papa en un sueño
misterioso a un Ángel ayudando por tres veces la Misa que celebraba el obispo
prisionero, y al despertar llamó Agapito al prelado haciéndole celebrar los
santos misterios en su presencia.
Obedeció el acusado y después del ofertorio, en la oración
que dice: “Ven Santificador Todopoderoso, Dios eterno y bendice este sacrificio
preparado para gloria de tu santo nombre” el Papa, al propio tiempo que el
celebrante, vio bajar al Espíritu Santo, que les cubría, así como a los
diáconos, semejante a una nube.
Entonces el Papa reconoció la inocencia y santidad el obispo
y se arrepintió en gran manera del rigor que había desplegado contra él, prometiendo
en lo sucesivo no dar crédito desmedido a tales acusaciones.
La citada oración sirve en todas las Misas para llamar al
Espíritu Santo, según refiere el P. Mansi: ”El sacrificio incruento es tan
sublime que el Espíritu Santo desciende del cielo, para bendecirlo , rodo lo
cual contempla el coro de los ángeles con indecible jubilo” o bien dicho en
otras palabras: cuando el Espíritu Santo lleva a cabo la transubstanciación,
los ángeles rodean y adoran a su señor bajo las especies de pan y vino.
¡Cuán grande es el poder y la dulzura de este pan celestial
que ha sido preparado por el Autor mismo de toda santidad!
Pero la llama del Espíritu Santo tiende mas a consumar el
sacrificio que nos hace propicios ante Dios y nos enriquece con toda clase de
bienes, que a prepararnos el alimento espiritual. Según San Pablo, su solicitud
en bien de nuestras almas no tiene límites: “y además el Espíritu Divino ayuda
a nuestra flaqueza, pues no sabiendo siquiera que hemos de pedir en nuestras
oraciones, ni como conviene hacerlo, el mismo Espíritu hace o produce en
nuestro interior nuestras peticiones a Dios con gemidos que son inexplicables.
Pero aquel que penetra a fondo los corazones, conoce bien que es lo que desea
el Espíritu, el cual no pide nada por los santos que no sea según Dios”
Indudablemente que una persona divina no pide a la otra,
porque las tres tienen igual poder y generosidad; pero como la justicia se
atribuye generalmente al Padre, la sabiduría al Hijo y la misericordia al
Espíritu Santo se puede decir que la misericordia o sea el Espíritu Santo “pide
con suplicas indecibles” a la justicia, o sea a Dios Padre, que perdone a los
pecadores. Esto es lo que viene a decir san Pablo.
El Espíritu Santo ruega por nosotros constantemente, pero en
especial en la santa Misa, como podemos deducirlo del pasaje siguiente de san
Juan Crisóstomo: “en la Misa no oramos solos, postrase los ángeles e interceden
por nosotros”
Si los espíritus celestes eligen preferentemente el momento
de la santa misa para abogar por nosotros lo hacen a ejemplo del Espíritu Santo
que uniéndose a Jesucristo inmolado en el alatar se empeña en ablandar a la justicia
divina.
Sabido esto comprenderemos ya la infinita bondad del Espíritu
Santo quien no dirige a Dios una oración tan solo, sino suplicas constantes. Depositemos
pues, toda nuestra confianza en un amigo tan fiel y puesto que ora por nosotros
en la santa misa oigámosla algunas veces en su honor y en acción de gracias por
todos sus beneficios.”
Sor Clotilde García Espejel