lunes, 18 de diciembre de 2017

“La santa Misa es la Obra mas excelente del Espíritu Santo
Hasta ahora hemos tratado de lo que se relaciona con la Misa con Dios Padre y con Dios Hijo. Estudiemos ahora la parte que en ella toma la tercera persona de la Santísima trinidad.
Los bienes que el Espíritu Santo derrama sobre nosotros son innumerables y nadie es capaz de llegarlos a contar.
El Espíritu Santo es todo amor y misericordia, aplaca la justicia y preserva de la condenación eterna a las almas de los pecadores. El principió y terminó la obra de nuestra santificación. La empezó, cuando por su intercesión el Verbo se hizo carne en el seno inmaculado de María y el alma santísima de Jesús se unió con su cuerpo, es decir, al unirse la divinidad con la humanidad. La termino el día de pentecostés, cuando se comunicó con sus apóstoles y discípulos y por la conversión de las almas empedernidas ante el espectáculo del Calvario.
El Espíritu Santo habita entre los verdaderos fieles, sin alejarse del todo de aquellos que le rechazan y, sin cesar, llama a las puertas de su corazón para entrar nuevamente en él.
Esta cooperación en la Redención no puede dejar de ser calificada de obra grande magnifica.
No obstante, refiriéndose al título del presente capítulo, vamos a demostrar que la santa misa es la obra más excelente del Espíritu Santo.
Todos los teólogos andan acordes al considerar como la mayor maravilla la unión de la divinidad con la humanidad, eso es la Encarnación. Esta maravilla, como todas las obras eternas de Dios, es común a las tres personas divinas. Pero la Iglesia, en conformidad a la teología, la atribuye al Espíritu Santo como obra de amor, y con mayor motivo se le atribuye la obra de amor más maravillosa y admirable; y ésta es la maravilla que canta la Iglesia en el símbolo de la Fe: et incarnatús est.
A pesar de ello el milagro que se realiza en el alta aventaja al primero, porque desciende el Hombre Dios del cielo y se oculta en la parte más pequeña de la Hostia.
La liturgia de Santiago atribuye este milagro de los milagros Espíritu Santo.
Inmediatamente antes de la fórmula de la consagración se lee: “Envía, Señor, sobre estos dones, al Vivificador, al Divino, Al Eterno, que en unión contigo, Dios Padre y de tu hijo Único, reine y gobierne a fin de que, por su santa, saludable y gloriosa presencia, sea este pan santificado y transubstanciado en el Cuerpo, y este vino en la sangre preciosa de tu Cristo.”
Otra oración parecida se encuentra en la liturgia de San Juan Crisóstomo: “Bendice, señor, este pan: conviértele en el cuerpo adorable de tu Cristo Bendice el cáliz santo y convierte, por obra del Espíritu Santo, el vino en la sangre preciosa de Cristo.”
En los primitivos misales se le atribuye la transubstanciación al Espíritu Santo y se le invoca para dar cumplimiento a esta obra, cómo cumplió la de la Encarnación, según las palabras de San Gabriel a María: “el Espíritu Santo descenderá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra”
El sacerdote dice lo mismo cuando con los brazos extendidos y en alto, suplica al Espíritu Santo que baje del cielo: “Ven, Santificador Todopoderoso, Dios Eterno, y bendice este sacrificio preparado en honra de tu santo nombre”.
De la misma manera suplica San Ambrosio antes de la Misa: “Haz, Señor, que la Majestad invisible de tu Espíritu Santo descienda, como descendió en otras ocasiones sobre las victimas ofrecidas por nuestros padres”.
Del modo como desciende el Espíritu Santo nos lo dice claramente Santa Hildegarda: “cuando el sacerdote ya revestido -exclama- de sus ornamentos sacerdotales se dirigía al altar a celebrar, vi bajar del cielo una gran claridad que ilumino el altar durante la santa Misa”
“En el Sanctus una llama celeste atravesó el pan y el vino, cómo penetran los rayos del sol a través del cristal. Esta llama levantó al cielo las dos especies y las dejo enseguida sobre el corporal. Desde ese instante no hubo más que la carne y la sangre verdadera de Jesucristo, aunque aparentemente sólo se viesen el pan y el vino. Mientras yo contemplaba las santas especies vi pasar ante mis ojos, tal como se habían realizado en la tierra, la Encarnación, el Nacimiento, la Pasión y muerte del Hijo de Dios.”
El Antiguo Testamento ya nos había ofrecido dos hermosas imágenes de este misterio.
El primero, cuando el sacrificio de Aaron: “y la gloria de Señor se dejó ver de toda la muchedumbre: pues un fuego enviado por el Señor devoró el holocausto y los sebos que había sobre el altar. Lo cual, visto por las gentes del pueblo, postrándose sobre sus rostros, alabaron al señor”
El otro, al consagrarse el Templo: “Luego que Salomón acabó de hacer sus fervorosas plegarias, bajó del cielo fuego que devoró los holocaustos y las victimas; y la Majestad del Señor llenó toda la casa. Asimismo, todos los hijos de Israel estaban viendo bajar el fuego y la gloria del Señor sobre la casa, y postrándose rostro en tierra sobre el pavimento enlosado adoraron y bendijeron al Señor repitiendo: Porque es bueno y por qué es eterna su misericordia”.
Como somos indignos pecadores no nos es dado apreciar con los sentidos la realidad de estos símbolos y, sin embargo, mas de una vez el ojo del hombre ha contemplado en la tierra la llama del Espíritu Santo.
Según Baronio, San Ignacio, Patriarca de Constantinopla, mientras celebraba la santa Misa vio muchas veces cómo el pan consagrado tomaba la forma de un carbón encendido. La iglesia griega no consagra, como la romana, una Hostia, sino un pedazo de pan con levadura. ¡que admirable debió ser este pan inflamado con la llama del fuego divino! El fuego es el símbolo del amor por el cual el Padre está unido al Hijo y siendo el Espíritu de amor la tercera persona divina gusta de manifestarse a los hombres bajo el emblema de llamas de fuego.
El propio Baronio refiere un hecho relativo a la participación que toma el Espíritu Santo en el acto de la consagración.
Vivía en Fornello, ciudad poco distante de Roma, un obispo virtuoso en grado sumo que acostumbraba celebrar la Misa con gran fervor; pero a pesar de ello alguien encontró un medio de acusarle al Papa Agapito de haber comido en los vasos sagrados con gran escandalo de los fieles el Papa le llamó a Roma y lo encarceló.
En la noche del tercer día vio el Papa en un sueño misterioso a un Ángel ayudando por tres veces la Misa que celebraba el obispo prisionero, y al despertar llamó Agapito al prelado haciéndole celebrar los santos misterios en su presencia.
Obedeció el acusado y después del ofertorio, en la oración que dice: “Ven Santificador Todopoderoso, Dios eterno y bendice este sacrificio preparado para gloria de tu santo nombre” el Papa, al propio tiempo que el celebrante, vio bajar al Espíritu Santo, que les cubría, así como a los diáconos, semejante a una nube.
Entonces el Papa reconoció la inocencia y santidad el obispo y se arrepintió en gran manera del rigor que había desplegado contra él, prometiendo en lo sucesivo no dar crédito desmedido a tales acusaciones.
La citada oración sirve en todas las Misas para llamar al Espíritu Santo, según refiere el P. Mansi: ”El sacrificio incruento es tan sublime que el Espíritu Santo desciende del cielo, para bendecirlo , rodo lo cual contempla el coro de los ángeles con indecible jubilo” o bien dicho en otras palabras: cuando el Espíritu Santo lleva a cabo la transubstanciación, los ángeles rodean y adoran a su señor bajo las especies de pan y vino.
¡Cuán grande es el poder y la dulzura de este pan celestial que ha sido preparado por el Autor mismo de toda santidad!
Pero la llama del Espíritu Santo tiende mas a consumar el sacrificio que nos hace propicios ante Dios y nos enriquece con toda clase de bienes, que a prepararnos el alimento espiritual. Según San Pablo, su solicitud en bien de nuestras almas no tiene límites: “y además el Espíritu Divino ayuda a nuestra flaqueza, pues no sabiendo siquiera que hemos de pedir en nuestras oraciones, ni como conviene hacerlo, el mismo Espíritu hace o produce en nuestro interior nuestras peticiones a Dios con gemidos que son inexplicables. Pero aquel que penetra a fondo los corazones, conoce bien que es lo que desea el Espíritu, el cual no pide nada por los santos que no sea según Dios”
Indudablemente que una persona divina no pide a la otra, porque las tres tienen igual poder y generosidad; pero como la justicia se atribuye generalmente al Padre, la sabiduría al Hijo y la misericordia al Espíritu Santo se puede decir que la misericordia o sea el Espíritu Santo “pide con suplicas indecibles” a la justicia, o sea a Dios Padre, que perdone a los pecadores. Esto es lo que viene a decir san Pablo.
El Espíritu Santo ruega por nosotros constantemente, pero en especial en la santa Misa, como podemos deducirlo del pasaje siguiente de san Juan Crisóstomo: “en la Misa no oramos solos, postrase los ángeles e interceden por nosotros”
Si los espíritus celestes eligen preferentemente el momento de la santa misa para abogar por nosotros lo hacen a ejemplo del Espíritu Santo que uniéndose a Jesucristo inmolado en el alatar se empeña en ablandar a la justicia divina.
Sabido esto comprenderemos ya la infinita bondad del Espíritu Santo quien no dirige a Dios una oración tan solo, sino suplicas constantes. Depositemos pues, toda nuestra confianza en un amigo tan fiel y puesto que ora por nosotros en la santa misa oigámosla algunas veces en su honor y en acción de gracias por todos sus beneficios.”

Sor Clotilde García Espejel 

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