sábado, 22 de febrero de 2014

Del ego a la donación. San Felipe de Jesús.

DEL EGO A LA DONACIÓN.


No pretendo invocar la historia para mencionar a nuestro Santo, Felipe de Jesús, porque sé que los presentes conocen la vida del Santo e, incluso, muchos de ustedes, podrían agregar datos interesantes que, posiblemente, para mi fueran desconocidos. Por lo cual, me concentraré en la reflexión sobre el proceso universal, psíquico - filosófico - teológico, el cual se realizó en él, como sucede en todos los Santos, quedando en la intimidad del protomártir las circunstancias particulares que se desarrollaron en el curso de su santificación, excepto el holocausto final que fue el martirio.

El desarrollo de este tema no apunta a su peculiar personalidad, ni a su pasión dominante o virtud fundamental; tampoco pretendo penetrar su individual espiritualidad, sino, repito, me internaré a ese plan general que sigue la gracia en el alma de todos, en escalas diferentes y que sólo espera la respuesta positiva del cristiano para lograr la santidad.

Todos los hombres, de todos los tiempos, quien más, quien menos, hemos de luchar contra el enemigo número uno de la virtud y manantial de todos los pecados, me refiero al ego, quien supliendo al yo provoca toda una desarmonía en el hombre.

Sólo la Santísima Virgen, San José y San Juan Bautista, fueron exceptuados de ese mortal y aguerrido, enemigo, cuando Dios los santificó en el vientre materno.

Respecto a San José, Padre Putativo de Nuestro Señor Jesucristo, la Iglesia no ha declarado oficialmente nada sobre ese Don extraordinario, pero los teólogos hacen un razonamiento lógico y común y, concluyen: si Juan Bautista, precursor de Jesucristo, fue santificado en el vientre materno; San José, cuya vocación excede, en mucho, a la de San Juan, tuvo que ser preservado por Dios de manera singular.

"¡Amarás al Señor tu DIOS sobre todas las cosas, con toda tu alma, con todo tu corazón, con todas tus fuerzas, y a tu prójimo como a Ti mismo!".

Amar a Dios sobre todas las cosas, es - como expone en su profunda brevedad, el Catecismo de Ripalda - "perderlo todo antes que ofenderle".

Y, de otra manera, escuchemos a San Agustín: "Ama y haz lo que quieras", lo cual significa, que si se ama de verdad, cada acto será bien elegido para la Gloria de Dios y bien de las almas. Y si el amor al prójimo fluye del Amor de Dios, ese amor será óptimo y conducirá al auténtico amor de sí mismo.

No puede concebirse un auténtico cristianismo sin la práctica del único Amor, que es el Amor de Dios, el cual por generosidad divina, se convierte en el amor al prójimo realizado de la manera que me amo yo. Es cierto, que el amor tiene variados matices; múltiples tamaños, sin fin de expresiones; pero, en esencia, sólo es el Amor de Dios y, por Dios, el amor del prójimo y de sí. "El que dice que ama a Dios y no ama a su prójimo es un mentiroso, pues ¿cómo dice amar a Dios que no vé, si a su prójimo que vé no lo ama? Es la eterna lucha de la vida: aprender del Amor, el verdadero amor e irlo perfeccionando a través del tiempo, para consumarlo y gozado en la eternidad. Y es un aprendizaje diario, fundamentalmente, porque al hombre le es fácil vivir luego el amor de sí, antes que el Amor de Dios y del prójimo; ya que es innato en él el amarse a sí, ahora instintivo, mañana razonado -; pero siempre descubrirá después de él al tú prójimo y al Tú Dios y sólo en el proceso de una vida generosa, cristiana,
 sabiamente encauzada, logrará ordenar la escala del Amor.

La creatura humana que tiene sabor a eternidad, y que desde siempre ya permanecido en la mente de Dios, hasta hacerse realidad, y una realidad concebida en el Ser Supremo y creada por El, tiene irrefutablemente, ansia de lo trascendente, y fluye en su natural subconciencia la memoria de su origen y el despertar hacia su fin; sin embargo, la culpa original, su propia constitución de la unión substancial, alma y cuerpo, y cuya alma ha sido para ese cuerpo y necesita de él en esta vida, pues todo le llega a través de los sentidos; hace que vaya descubriendo paulatinamente el orden jerárquico de las cosas y, hay cosas, que sólo necesitan ser conocidas para estar en su sitio, pero otras habrán de ser logradas con esfuerzo para ocupar su lugar. Por ello el hombre tarde o nunca llega a ordenar el Amor.

Este amor de sí, cuando es desordenado, es base de muchos pecados y, cuándo se ordena debidamente, es manantial de virtudes. Por lo que igual que puede conducir a la felicidad verdadera, puede llevar al gran fracaso que no se detiene sino, a veces, hasta la misma eternidad infeliz. Ese amor de sí mismo tan genuino, tan natural, si no se encauza correctamente, se' convierte en egoísmo, egoísmo que puede ir desde un egoísmo relativo, y ascendente hasta un egoísmo absoluto, que consiste en amarse sobre todas las cosas e, incluso, sobre el mismo Dios. El egoísmo no es simplemente el amor de sí, sino el exagerado e irracional amor de sí y desprecio de todo lo demás.

Egoísmo, del latín ego, inmoderado y excesivo amor que uno se tiene a sí mismo y que le hace a uno atender sólo al propio interés sin cuidar o cuidarse de los demás. "El egoísmo o amor desordenado afirma Santo Tomás; es el origen de todos los pecados, pues todo pecado procede del apetito desordenado de algún bien temporal; pero esto no sucedería, si no amáramos desordenadamente a nuestro propio yo, que es para quien buscamos ese bien equivocado; de donde se manifiesta que el desordenado amor de sí mismo es la causa de todo pecado". De él proceden las tres concupiscencias de que habla el Apóstol San Juan (I Jo. 2, 16), la de la carne, la de los ojos y, la peor, la soberbia de la vida que son resumen y compendio de todos los desórdenes". (Santo Tomás de Royo Marin).

Escuchemos a este propósito al gran San Agustín: "Dos amores han levantado dos ciudades: el amor propio, llevado hasta el desprecio de Dios, la ciudad del mundo; el Amor de Dios, llevado hasta el desprecio de sí mismo, la Ciudad de Dios, La una se gloria en sí misma, la otra en el Señor y, hoy, como nunca, encontramos frente a frente esas dos ciudades de las que nos habla San Agustín, aún en las cosas más santas: Los Sacramentos la oración, el apostolado, hallamos el amor al ego y, lo más peligroso es, que esas almas pierden el sentido de la realidad espiritual y no descubren su gran equivocación, no trabajan para Dios sino para sí mismas. El mismo amor de los hijos, de los esposos, de los padres, sutilmente llega a ser un amor desordenado al Yo.

"Si alguno quiere venir en pos de mi, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame". (Lc. 9,23).

San Felipe de Jesús de quien sabemos era un niño travieso y un joven inquieto, con ciertos pecados de juventud, pues consta que tuvo que volver plenamente a Dios y, si alguien ha de tomar otra vez el camino, es porque en un momento lo desvió; por ello nuestro Santo, como todo hombre, hubo de reflexionar sobre el estado y actitud de su ego. Felipe, rico en temperamento y llamado desde la eternidad a la vocación de mártir y de primer Santo de la Nueva España: igual que alguna vez torció la senda, vuelve en él y trata de recuperarla. Tócalo la gracia; como indudablemente muchas veces ya había sucedido, pues nosotros sólo conocemos el momento en que por vez primera acude al Colegio de Santa Barbara en Puebla y toma el Hábito de Novicio Franciscano, volviendo al mundo poco tiempo después, y la segunda vez, la definitiva, la que lo conduce a la santidad, cuando llamando a las puertas del Convento Franciscano de Santa Isabel en Manila, entra para siempre. Pero no sabemos, antes de esta decisión, cuantas luchas, cuántos arrepentimientos, cuántas meditaciones: resoluciones e irresoluciones hoy y mañana, y de ello, el único testigo, el Cielo. La lucha es la fase primera del despertar al Amor, al Amor con mayúsculas. Y triunfa, esta batalla la gana, ha descubierto su yo y ha derrotado al ego. El yo es la persona misma consciente de su origen, su camino y su meta universal y particular y al decir consciente no hablo sólo de conocimiento sino de la decisión de seguir la ruta haciendo honor al origen, salvando el camino y alcanzando el destino temporal y eterno. Fulton J. Scheen, uno de mis autores favoritos en mi lejana adolescencia dice: "El ego es lo que pensamos que somos, es el niño consentido, petulante, alborotador y mimado; el origen de nuestros errores en la vida; el Yo, es lo que en realidad somos. El Yo es nuestra personalidad hecha a imagen y semejanza de Dios.

Y prosigue Monseñor: Las vidas de nuestros dos nosotros mismos no pueden ser vividas simultáneamente, si pretendemos e intentamos hacerlo, sufrimos ansiedades, remordimientos y descontento interno. Si la verdadera libertad se ha de hallar en nosotros mismos, el ego debe ceder al nacimiento de nuestra propia personalidad.

Nuestro Felipe con una madurez de adulto siendo aún muy joven, hace una introspección de sí y concluye, cómo su ego ha omnibulado a su yo; su egoísmo ha agotado su personalidad y ayudado de la luz y fortaleza que le da el Espíritu Santo, pisotea el ego y hace se manifieste el yo, el verdadero uno mismo, el que tiene en sí la imagen divina. El yo, la verdadera personalidad a la que los filósofos llaman "subsistente" esto es: capaz de volver a su propia esencia, de coincidir consigo mismo, de verse a sí mismo, tal cual es realmente, y de conocerse por la reflexión.

Esto debiera dar vergüenza al mundo de hoy, donde no existe la introspección, ni en los jóvenes, ni en los que no somos jóvenes.


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