domingo, 2 de marzo de 2014

Del ego a la donación. San Felipe de Jesús (cont).

Claro que de nada serviría dejarlo todo, sin dejarse así, pues la esencia y éxito de todo desprendimiento lo descubriremos en el querer de la voluntad mas que en el carecer realmente de las cosas creadas. Los tres votos del religioso: pobreza, castidad y obediencia que lo llevan a despojarse de todo materialmente, tiene mérito y no avanza, si además del voto no posee la virtud, es decir, que es necesario un desprendimiento formal afectivo que consiste en el desapego de la voluntad con o sin objetos exteriores.

Pero ya iniciado el camino no hay razón para volver atrás, hay que seguir las huellas de Jesús en la unión con el padre y apoyados en la solicitud amorosa del Espíritu Santo quien fortalece y da la gracia y la virtud. San Felipe de Jesús ha dejado su ego, ha logrado su yo y ha despreciado al mundo para entregarse a Dios.

Despojado de todo dice: "aquí estoy, oh Dios para hacer tu voluntad", y evocando a la Madre Universal, la Virgen Santísima, repite: "hágase en mi según tu palabra", es decir cúmplase mi vocación, tómame, oh Dios, y has de mí lo que desde la eternidad escogiste para mí, e invocando, a su padre San Francisco, repetirá con el: "mi Dios y mi todo", desde ahora tu voluntad, oh Dios será la mía, e insistirá con San Pablo: "ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí".

Hermosos conceptos, pero difícil realizados y, sobre todo perseverar en ellos, no sabemos, no imaginamos cual haya sido para Felipe de las Casas el martirio místico, anterior, al martirio físico, al martirio real, pues toda entrega nace, crece y fructifica en el amor y no hay auténtico amor si no hay dolor; ya nos lo ha probado el mismo Jesucristo con su encarnación, su vida, su pasión y muerte, pues la medida del amor, es la medida del dolor; además, si nuestro santo murió tan joven, tan cercano a su conversión, es de asegurar que ya estaba maduro para el cielo.

El sufrimiento en toda su variedad y magnitud nos llega como consecuencia, del pecado original y como fruto del pecado actual; pero este suele convertirse en verdadera, dádiva cuando el alma redimida comprende su misión particular y universal, conducente a su fin temporal y eterno.

Nadie pasa por este mundo sin probar el sufrimiento. Acéptelo o no ha de sufrir, porque la vida así es, pues, así nos lo demostró Jesucristo y, aunque el sufrimiento no es siempre castigo, sí, en cambio siempre es un don, que a unos convierte y a otros purifica; algunos perfecciona; a varios inmola y eleva; pero eso sí, siempre está unido a la Redención por el pecado.

El sufrimiento no es desdicha; la desdicha la trae la desesperación, la conformidad en el dolor, nos identifica con nuestro Redentor: el dolor tranquilo, aceptado, eleva la naturaleza del hombre y lo hace feliz, el que identifica su voluntad con la de Dios ha encontrado la paz y saboreará el dolor con los Santos, admitiendo en el fondo, aunque no se atreve a repetir con palabras el "padecer o morir". Y fueron los Santos, quien más se inmolaron, quien más se renunciaron, y por ello los más perfectamente llenos y realizados. Ellos alcanzaron en pleno la felicidad terrena y eterna diciendo con San Pablo: ¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿Tribulación? ¿Angustia? ¿Persecución? ¿Hambre? ¿Desnudez? ¿Peligro? ¿Espada? Ninguna creatura será capaz de apartamos del amor de Dios que está en Cristo Jesús Señor Nuestro (Rom. VII 35-39).

El único verdadero dolor, el sin igual fracaso, no se dá en ninguna de las penas o negaciones de la vida, sino únicamente, en desviar el camino, en perder la Esperanza, en abandonar la empresa que nos lleva a nuestro fin temporal, que a su vez es conducente al fin eterno.

Ningún Santo - canonizado o no - logra su maduración, si no se identifica con su propia Cruz, y sabiendo la medida de la vocación, se toma la medida del amor y del dolor, porque el dolor es parte constitutiva del Amor.

Y, ¿qué infinita misión que la de Cristo, Dios y hombre verdadero, quien viene a arrancarnos de las manos del demonio, para entregarnos al seno del Padre Eterno?

Y, por tanto, ¿qué más grande Amor existe que lleva a un Dios a hacerse hombre para sufrir por la salvación del hombre? ¡Inexplicable! ¡Místeríoso! Pero real, real ante los ojos, los oídos, el tacto, la mente y el corazón. Real suplicio por amor ante los cielos y la tierra. Y después de Cristo, ¿qué diremos de la Reina de los Cielos y la Tierra, Madre de Dios y Madre nuestra, quien nos anima e invita cuando nos dice: "¿Hay dolor semejante a mi dolor?" grande como el amor fue su amargura en la Pasión de Cristo, inmensa es la pena que experimenta en su Calvario, porque es Madre y Madre de Dios en quien se manifiesta la Caridad de su hijo Jesucristo.

Y como es el sufrimiento parte integral en la vida del hombre, quiso Cristo enseñarnos con su ejemplo, que sólo la Cruz es camino del hombre y, pues la vida sobre la tierra es el tiempo de merecer y por tanto de sufrir. "Si quieres venir en pos de mi, toma tu cruz y sígueme".

El Verbo descendió a la tierra para enseñarnos con su ejemplo a soportar con paciencia las cruces que nos envía "Cristo, decía San Pedro, padeció por nosotros, dándonos ejemplo para que sigáis sus pisadas" (I Pedro 11 - 21).


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